Texto escrito por Daniel Belinchón
LÁGRIMAS DE CARONTE
«Pasaban las horas. No era por la mañana. No era por la tarde. Ya no había noche. Lo único que había eran aquellos cuerpos ahogados que el mar no paraba de empujar hacia nosotros, tú, yo y el resto de la isla. Y nosotros los arrastrábamos hasta la playa, donde al final ya no se veía un solo guijarro, porque se había convertido en un cementerio inmenso a cielo abierto, una capilla ardiente y fría, y allí estábamos nosotros, los habitantes de la isla, de esta isla, la única habitada de todo el Archipiélago del Perro, habitada por gente miserable, ridícula, vieja, egoísta, desesperada y llorosa».
Philippe Claudel. El archipiélago del perro.
Cuando Jose Ferrer me habló de su próximo trabajo y, al mostrarme la primera de las piezas que componen la serie, me refirió su interés para que esta sirviese como un alegato en contra de la insensibilidad de las personas y los gobiernos acerca de la suerte que padecen las personas que buscan refugio huyendo por motivos políticos o económicos de un sitio determinado, yendo de una situación desesperada a otra aún más incierta, jugándose el todo por la nada, arriesgando lo poco que les queda a pecho descubierto y tripa abierta, me quedé pensando.
Y aún más en ello me quedé, al decirme de los materiales y la factura de la pieza en sí. Dibujar la silueta que el Mar Mediterráneo crea, tomando como fondo las fronteras de los países que lo amparan, haciendo de él un continente aguado, que reclama para sí el legado de quienes lo transitan de orilla a orilla, en el correr del tiempo, sobre los hombros de los hombres, sus esfuerzos, trabajos, fatigas, renuncias, ausencias, muertes y el olvido que todo lo cubre. No pude por más que emocionarme.
Sobre un azul paranoico y plástico que simula el agua, Jose a base de conchas marinas rotas nos obliga a mirar profundamente, hasta el vacío, lo que en verdad es un cementerio cubierto de blancas fosas, donde habitan anónimos muertos.
El poder que la materia de las conchas rotas otorga a la pieza llega a ser angustiante en esa idea de cementerio silenciado. Las conchas formadas en su mayoría por carbonato cálcico, sales de calcio y nácar, devienen con el tiempo y por el peso de los depósitos calcáreos de los moluscos muertos en piedra caliza, el mismo proceso que sufren los corales al morir. Sus restos se sedimentan en piedra pura que tras eones también se convierten en mármol, el mismo que usamos para fabricar las lápidas que honran a nuestros difuntos, eso sí, los que enterramos en la tierra, la sagrada tierra de un campo santo, la que es nuestra.
Al pensar en esta pieza, y entender lo que subyacía en el ánimo de Jose, al perderme en la hondura de su contenido y la dureza de lo que con ella abarcaba, al pensar en ella y estremecerme, un título se me vino a la mente: “Los corales de Caronte /Los huesos de Caronte/ Las lágrimas de Caronte”
Por mí, se llega a la ciudad doliente.
Por mí se llega hasta el dolor postrero,
al rechinar, al llanto, al desespero.
Por mí, se va tras la perdida gente.
Dante Alighieri. Divina Comedia.
Canto III. La Puerta de la Muerte
Según el Alto Comisionado de las Naciones Unidad para los Refugiados (ACNUR) en el 2017 hubo 68 millones de personas en el mundo que se vieron obligadas a dejar su país de origen, una de cada 110 personas en el mundo es refugiada, desplazada interna, o asilada, siendo Turquía uno de los principales países receptores de desplazados. Más de 40.000 personas según la Comisión Española de Ayuda al Refugiado han muerto en lo que llevamos de siglo al tratar de cruzar el Mediterráneo hacia Europa. Una presión que seguirá creciendo si no mejora la situación socioeconómica y política en África, como advierte Sami Nair en su libro Refugiados: frente a la catástrofe humanitaria, una solución real.
El drama, la tragedia y la mayor de las veces la dramática muerte de las personas que buscan refugio, atravesando desesperadamente el Mar Mediterráneo, acosadas y abusadas por las mafias y las policías corruptas, abandonadas a su suerte, desahuciadas, en el limbo de las fronteras líquidas de las que hablaba Zygmunt Bauman, son una realidad diaria, constante, a veces repetida hasta la saciedad en los noticieros del día, para pasar al olvido o a la mordaza en los meses siguientes, sin solución, y con continuidad. Un eterno relato, un rosario de cadáveres que se repiten incontables y siempre iguales en reportajes y denuncias dichas en voz alta por quien tiene el valor de denunciarlo; y escuchadas si acaso como un murmullo por aquellas otras que deben encontrar soluciones.
Historias sin datos oficiales, ni reseñas biográficas, sin identidad, desmemoriadas, disueltas en un olvido que no flota, que se hunde en un mar compartido, cantado, reconocido y memorable, de quienes los ribereños, todos nosotros, hacemos patria, casa y tálamo. Un mar mudo y a veces áspero que deposita en nuestras playas sus “monstruos divinos”, aquellos que nos dan aviso del infortunio o el desastre.
“Monstruos divinos” los cadáveres que, dejados por las olas sobre la arena ocupada por felices veraneantes, nos gritan mudos la denuncia de la que la pieza “Los corales de Caronte” de Jose Ferrer es relevo. Una doble carrera de fondo, la de los que perecen, y se olvidan en un fondo insondable, la de los que perecen y empujados por el Mar, único testigo de cargo, llegan sin saberlo al fondo de la cuestión: su muerte es nuestra impudicia; sus restos, nuestra condena.
Y en el marco de ese relato constante y terriblemente paciente emergen otros que forman parte de nuestra historia más telúrica, que obligan y unen por igual a tirios y troyanos y que emparentan a egipcios, libios, turcos, griegos y romanos, la cuna de Occidente, la base de nuestra civilización y orgullo. Personajes míticos como Caronte, Eneas, la Sibila de Cuma, y la misma Psique que vienen desde el pasado a dar cuenta y razón de nuestro presente. Son como los fantasmas del Cuento de Navidad de Dickens, una amonestación, un aviso, una advertencia, una amenaza.
Guarda aquellas aguas y aquellos ríos el horrible barquero Caronte, cuya suciedad espanta; sobre el pecho le cae desaliñada luenga barba blanca, de sus ojos brotan llamas; una sórdida capa cuelga de sus hombros, prendida con un nudo: él mismo maneja su negra barca con un garfio, dispone las velas y transporta en ella los muertos, viejo ya, pero verde y recio en su vejez, cual corresponde a un dios.
Virgilio, Eneida VI, 297-303, según la traducción de Eugenio de Ochoa (1815-1872)
Caronte, en el marco de la cultura del Mar Mediterráneo ribereño, recogido fundamentalmente en la mitología griega y romana, pero que hunde raíces en la egipcia (Pausanias), era el encargado de transportar previo pago las almas de los muertos al reino del Hades. Según la creencia y también la costumbre, los difuntos debían entregar un óbolo de plata como pago para que el barquero atravesara el río Aqueronte (río de la aflicción) y llevase el alma del muerto a la Puerta del Hades, el reino de los muertos, donde según la vida que hubiese llevado el difundo recibiría como premio una mejor o peor suerte en el más allá.
Pero el río Aqueronte no era el único de los que llegaban hasta la puerta del Hades; había otros que con diferentes nombres dejaban clara la vicisitud del tránsito: el Estigia (río del odio), el Flegetonte (río del fuego), el Lete (río del olvido) o el Cocito (río de las lamentaciones). Con esos nombres tan “halagüeños” se antoja duro el tránsito y serias sus consecuencias. Viajar al reino de los Muertos era un sufrimiento para el alma, los nombres de los ríos en sí ya eran una advertencia de lo que deparaba la aventura. Qué no serán esos nombres en los ocultos ríos del Mediterráneo para el vivo que busca la puerta del reino de los prósperos.
Sin embargo, aunque Caronte estaba obligado a cobrar por el transporte a quien se viese forzado a realizar el viaje, también tenía dispuesto el compromiso de transportar pasados 100 años a quien no pudiera pagar el óbolo convenido. Una centuria, 36500 días con sus noches, obligaban al alma del difunto a transitar a la espera del barquero, en la orilla más alejada del Hades, su encuentro con el juicio de su vida. ¿Quién ahora en vida espera ese tiempo a orillas del Mediterráneo?
Por los relatos que han llegado hasta nosotros, los personajes míticos que en vida se encontraron con Caronte y retornaron vivos del Hades son Hércules, Teseo, Piritoo, Orfeo, Ulises y Psique; y de los que existieron realmente, a través del relato: Dante, quien en el Canto III de la Divina Comedia nos relata el encuentro.
Cada uno de estos personajes, también Dante, cubrían o cumplían una misión para adentrarse de vivos en el mundo de los Muertos, para ir y venir a través de las fronteras, unos obligados por su crimen, otros empujados por el amor, otros en busca de información, y alguno de un próspero destino. Cada una de estas historias bien podría semejarse a los motivos que obligan o empujan a las personas que migran en busca de refugio a cruzar el Mar Mediterráneo; motivos y argumentos que conocemos por los que sobrevivieron a la epopeya y que yacen sumergidos en los labios sellados de los que perecieron.
De todos estos relatos, quizás el que puede ayudarnos arrojando un rayo de esperanza sobre la pieza de Jose Ferrer “Los Corales de Caronte” sea el de Psique, hija de un rey de Anatolia. Se enamoró y enamoró a Eros, hijo de Afrodita. Eros, oculto siempre por la oscuridad, entregado a Psique, le prohíbe que indague sobre su identidad. Aconsejada por sus hermanas, Psique descubre el rostro del dios, quien huye de ella.
Para recuperarlo Psique recurre a Afrodita, quien le impone como misión conseguir y guardar en una caja negra el don de la belleza que Perséfone, reina del inframundo guarda. Psique logrará acceder al Hades pagando el consabido óbolo a Caronte. Sin embargo, una vez tiene en su poder la caja que supuestamente guarda la belleza persefóntina, y anhelando tener para sí algo de ella, con el fin de ser más deseable a los ojos de Eros, toma el contenido de la caja. En ella sólo encuentra el “sueño estigio”, la muerte.
Estigia en la mitología griega era hija de Erebo (las tinieblas) y Nix (la noche), o de Océano y Tetis, y personifica el río Estigia (rio del odio) al que antes hemos hecho referencia. Afortunadamente para Psique su muerte revierte gracias a la intervención de Eros, quien habiéndola perdonado insufla en ella el hálito de vida.
Eros solicita de Zeus y Afrodita permiso para desposarse con Psique, accediendo ambos. Zeus donó la inmortalidad a Psique. El fruto de su descendencia con Eros fue Voluptas (romano), o Hedone (griego), y representa la satisfacción de los placeres de los sentidos, de donde deriva el termino Hedonismo, una corriente filosófica que ensalza como máxima vital la búsqueda del placer y la evitación del dolor, ambos conceptos enfrentados y contrapesados con la mesura.
El hedonismo no nos habla del placer por el placer, sino del placer en ausencia de dolor. Consciente de que el deseo es enemigo de la placidez, nos impele a buscar en la vida como mejor dicha, la ausencia de dolor, y como mejor recompensa, el placer de la austeridad acompañada. La amistad es valor fundamental que propugnaban hedonistas como Epicuro de Samos, para quien la felicidad se asocia con la tranquilidad, el sosiego como práctica anímica en el que el uso de la razón dispone lo conveniente, aquello que engendra dicha sin albergar dolor durante el mayor tiempo posible. La ataraxia en la que cualquier persona migrante o no debería saber y poder vivir. Un deseo hecho denuncia en la obra de Jose Ferrer “Los Corales de Caronte”.
Pero el mito de Psique aún nos reserva una sorpresa, ya que por el hálito de vida que Eros le insufla sobrevive a la muerte: ella que por amor ha descendido en vida a los infiernos, es por el mismo amor rescatada de la muerte. El aliento de Eros se convierte en la esencia vital del alma.
Según la creencia griega, de cada persona al morir se desprende este hálito de vida, este soplo vital, esta “psique” que se convierte en una copia astral o fantasmal del difunto, un eidolon. Los eidola de los muertos, vagabundos en el Hades, transitan sin identidad ni cuerpo, como los condenados ahogados en nuestro profundo Mar Mediterráneo, eterna tumba abierta como denuncia en los “Colares de Caronte” Jose Ferrer.
—¡Ay de vosotras, almas pecadoras,
nunca esperéis volver a ver el cielo!
Vengo a llevaros a la otra ribera,
donde no existe el día ni las horas,
a las tinieblas, al calor, al hielo.
Tal es la eternidad que allá os espera.
Dante Alighieri. Divina Comedia.
Canto III. La Puerta de la Muerte